Estoy sentado debajo de un árbol cuyas hojas se debaten entre el verde y el marrón mientras se cantan susurros de otoño. El árbol existe debajo de lo que hoy es un cielo perfecto y en una temperatura indiscutiblemente justa.
(Sabés, yo hubiera ignorado el árbol en otras circunstancias, con un azul menos perfecto, o con un otoño menos soleado, el contexto no dice nada sobre el árbol pero ¿qué dice de mí?)
Los cambios de estación suelen traer la angustia de que todo está a punto de cambiar, y el otoño, la certeza de que todo cambiará para peor.
(¿No te parece increíble que en este mismo instante haya alguien en algún lugar admirando la primavera y su innata esperanza?)
Al igual que las hojas no me decido entre el verde y el marrón. ¿Estaré ya sobre el final listo para dejarme caer y ser arrastrado por el viento, o podré acaso aferrarme, ser protagonista, participar todavía de las aventuras inmaduras que hay por delante?
(Es curioso como la definición de aventura va cambiando, y casi como la utopía es imposible de alcanzar. ¿Te das cuenta que en algunos lugares siempre es verano y nunca llueve? Las aventuras imaginables ahí deben ser bastante diferentes a las nuestras)
El sentimiento de que yo puedo hacerlo todo va dejando paso a la certeza de que estoy llegando tarde a una fiesta, o que ya no habrá fiestas o peor, que las habrá y ya no estaré invitado.
(Para serte sincero nunca tuve muchas fiestas, pero vos me entendés, esos lugares o momentos excitantes donde tenés un rol claramente determinado. Ahí donde los movimientos están ensayados, cuándo decís: “esta canción yo la sé”)
Entonces pasas de saber que está todo por venir, a no saber ni entender nada pero igual remar. Porque es lo que uno hace, rema. Para finalmente avistar tierra y que te invada de pronto la certeza de que no querías llegar hasta acá, que la orilla de partida está muy lejos, el mar muy profundo y el otoño, ahí, acechando.
(¿No te pasó de haber armado tu propio castillo de naipes dónde sos rey, reina y as, y un día sin aviso previo aviso querer que una turbonada lo vuele todo sin esperanza, no te pasó de odiarlo, de querer que se incendie, de necesitar quedarte sin nada?)
Incoherente si, pero cada vez reniego más de la coherencia, esa oda solemne al no cambiar, ese aferrarse a cosas firmes solo por el hecho de ser firmes. Las hojas marrones de otoño son coherentes pero su única variación será pasar de muertas a podridas, vaya recorrido.
(¿Y vos, has cambiado sin que se note? ¿La gente conversa con una versión de vos que ya fue? Peor, ¿que ya no te bancas? A veces me gustaría decir: “hola de nuevo, el tipo que conocías ya fue, mucho gusto”, pero en otoño la coherencia abriga)
Entonces estoy yo que ya no soy yo, debajo de un árbol que es pero que ya no es, en un contexto que me ata y me define pero que bien podría ser otro, y entonces todo sería diferente. ¿Soy yo el que está llegando tarde o la persona que voy a ser mañana está apurada por llegar?
(Disculpá, te jodo de nuevo, ¿me traes la cuenta por favor?)